Otro golpe de efecto de Trump: Marruecos y el Sahara Occidental

Como no podía ser menos, la presidencia de Trump se despide con algunos golpes de efecto, y entre ellos algunos de carácter diplomático: el reconocimiento estadounidense de la soberanía marroquí sobre el Sahara Occidental.

Casi medio siglo después de la retirada española del territorio, estamos ante un “conflicto congelado”, que conoció un armisticio en 1991 tras la construcción del muro marroquí que sirvió para frenar las incursiones del Frente Polisario. Fue de hecho una partición del territorio, quedando en el lado saharaui 90.000 km2, que limitan con Argelia y Mauritania. El resto de los 284.000 km2 de la excolonia española son controlados por Marruecos gracias a un muro, edificado en la década de 1980, que tiene una extensión de 2.700 km.
Durante años ha prolongado su actividad una misión de la ONU, conocida por sus siglas de MINURSO, que pretendía contribuir a las condiciones favorables para la celebración de un referéndum sobre el destino del Sahara Occidental, aplazado sine die y con el agravante de que muchos pobladores marroquíes se han establecido allí en los últimos años. El censo marroquí, que admite medio millón de pobladores, no distingue, en efecto, entre habitantes de origen saharaui y no saharaui. La consecuencia es un problema enquistado, en el que Marruecos aspira principalmente a ser reconocido por un cada vez mayor número de Estados, si bien son actualmente 82 los miembros de la ONU que reconocen a la RASD (República Árabe Saharaui Democrática). En su mayoría son países africanos.
Esta necesidad de apoyo internacional explica la satisfacción de Marruecos de que una gran potencia y miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU como EE.UU. haya admitido sus aspiraciones. La noticia del reconocimiento coincide con la apertura de relaciones diplomáticas entre Marruecos e Israel. Unas declaraciones de Nasser Bourita, ministro marroquí de Asuntos Exteriores, descarta que exista una relación entre los dos hechos. Pero a la opinión pública se le ha transmitido la percepción, quizás equivocada, de que esto es una contrapartida. En mi opinión, no tiene por qué serlo. En Marruecos han vivido tradicionalmente los judíos, y la Constitución reconoce el judaísmo como parte de la identidad nacional. También está el hecho de que en Israel viven 700.000 judíos de origen marroquí. Además, las relaciones diplomáticas formales se establecieron en 1994 aunque tuvieron que ser suspendidas en 2000, al comienzo de la segunda intifada palestina, si bien no es un secreto que los vínculos entre Marruecos e Israel no se han interrumpido durante todo este tiempo.
Sin embargo, no es menos cierto que el reconocimiento de Israel por un país árabe también conlleva entre la opinión pública el sentimiento de que ha sido a costa de traicionar la causa palestina. Acaso para contrarrestarlo, y sin que Marruecos deje de afirmar que la solución al conflicto pasa por la coexistencia de un Estado israelí y otro palestino, se ha dado a conocer la noticia del apoyo estadounidense a la postura marroquí sobre el Sahara.
Por lo demás, esto supone una cierta incomodidad para la Administración Biden, que apostaría por la solución del referéndum preconizada por la ONU. ¿Responderá la presidencia demócrata con una retirada brusca de ese reconocimiento? Probablemente no, porque reconocer no implica rechazar el referéndum, que nadie sabe si algún día llegará a celebrarse. Por otra parte, en el texto oficial del reconocimiento, los estadounidenses subrayan que la propuesta marroquí de autonomía para el Sahara es la más realista, y no la del Estado saharaui independiente, y podríamos añadir que la consideran como la única viable dada la desproporcionada relación de fuerzas sobre el terreno. Es simplemente el reconocimiento de los hechos consumados, que los tácticos de la diplomacia pueden considerar incómodo en un primer momento, pero al que todos, o casi todos, terminan por acostumbrarse. Tenemos el ejemplo reciente del reconocimiento durante la presidencia de Trump de Jerusalén como capital israelí. Los países árabes, en su mayoría, la recibieron con pesar, pero no sacrificaron sus relaciones con EE.UU. a una decisión que no implica forzosamente el traslado de sus embajadas de Tel Aviv a Jerusalén, aunque los estadounidenses sí lo hicieron.
En el caso del Sahara, EE.UU. afianza su tradicional alianza con Marruecos, que es clave en la lucha contra el yihadismo, y, por su parte, el país norteafricano presenta ante su opinión pública el reconocimiento como un gran éxito de su diplomacia. Hay quien afirma que esto supondría una radicalización del Frente Polisario, que reanudaría sus operaciones bélicas con el apoyo de Argelia, que a su vez se distanciaría de EE.UU. Pero todos esos propósitos se estrellarían, nunca mejor dicho, contra el muro marroquí.
Tácticas diplomáticas y alianzas de conveniencia. Esto es lo que hay, y no otra cosa, sobre el reconocimiento de Trump de la soberanía marroquí sobre el Sahara Occidental.
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