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Las paredes y su cúpula de un blanco deslumbrante emergen de las arenas al final de un callejón del campamento de Boujdour. La escuela de cine y formación audiovisual Abidin Kaïd Saleh abrió sus puertas hace trece años, con la misión de formar la primera generación de cineastas de un pueblo en exilio, desplazado de sus tierras desde 1975 por la ocupación y colonización marroquí del Sahara occidental.
La iniciativa es única en el mundo, para un campamento de refugiados: la idea nació en la efervescencia de los talleres de creación cinematográfica del festival de cine FiSahara, que reúne cada año en los campos de refugiados saharauis de Tindouf a cineastas, artistas y defensores de los derechos humanos en torno a proyecciones, debates y conciertos. Fue necesaria toda la perseverancia de su fundador, el director peruano Javier Corcuera, para dar vida a esta escuela, con la solidaridad de cineastas de todo el mundo.
«Es una muestra de solidaridad de los artistas y cineastas con el pueblo saharaui, que lucha por su derecho a la autodeterminación, que lucha pacíficamente por su libertad, la cual está reconocida y respaldada por resoluciones de las Naciones Unidas», resume este documentalista que también ha filmado en Palestina, Irak y Colombia. Como homenaje a todos aquellos que han documentado a través de la imagen esta larga lucha del pueblo saharaui, la escuela lleva el nombre de Abidin Kaïd Saleh. Este corresponsal de guerra, autodidacta, filmó en 8 mm la guerrilla liderada por los independentistas del Frente Polisario contra las tropas de ocupación marroquíes. Una grave herida en el frente, en 1983, no lo disuadió de retomar el camino de los combates, que documentó hasta 1990.
En el frío seco de una mañana gris, aún velada por el siroco del día anterior, los estudiantes de la escuela se detienen alrededor de un café, antes de retomar la trama de guiones tejidos de historias que recogen a su alrededor o que inventan cuando su imaginación los lleva lejos de la piedra de este desierto estéril, considerado inhabitable. Para la escritura y la realización, el trabajo es colectivo, en grupos de tres. Esta promoción cuenta con 17 estudiantes de entre 16 y 21 años, en su mayoría mujeres. Es la quinta desde la inauguración de la escuela. Los jóvenes creadores formados aquí han sabido, «a pesar de sus difíciles condiciones de vida y la falta de medios, producir películas que dicen nuestra existencia como pueblo libre y rompen el muro que aísla a los saharauis del resto del mundo», se regocija Hamdi Feradji Hamadi, el director de estudios, al pie de un remolque de camión transformado en estudio de edición.
Es ahí donde Fatu Abderahman, una joven de 28 años, de mente ágil y mirada traviesa, ha encontrado su pasión por la imagen. Nacida en el campo de refugiados de Aousserd, donde aún vive, es la mayor de tres hermanas y siete hermanos. Se expresa en un castellano seguro, aprende francés, realiza cortometrajes en árabe y en hassaniya, la lengua de los saharauis. Soñaba con convertirse en abogada: el deterioro del estado de salud de su padre la obligó a poner fin apresurado a sus estudios de derecho en Argelia. Regreso al campamento, a las tareas domésticas, al aburrimiento, a las exhortaciones para que encuentre un marido.
Curiosa, perspicaz, independiente, ha encontrado un refugio de libertad en esta escuela donde ahora imparte clases. No para de hablar sobre el documental que acaba de realizar sobre los peligros de los productos cosméticos que las jóvenes saharauis utilizan para blanquear su piel. «Las mujeres se enferman para ajustarse a los cánones de belleza que prevalecen en el Sahara. Se untan con cremas de corticoides para tener un tono claro e ingieren pastillas para engordar», suspira. «Pero eso no es la belleza. Tuve la idea de hacer un cortometraje. Para enviar un mensaje: no es hacerse bella, es dañarse».
A la sombra de una pantalla extendida bajo un inmenso pabellón del campamento de Aouserd para el Festival FiSahara, Fatou enumera las dificultades que obstaculizan la realización de una película que le gustaría dedicar a los prisioneros políticos saharauis detenidos arbitrariamente en las cárceles de la monarquía marroquí, condenados a largas penas. «Sus familias, sus seres queridos, sus abogados viven en los territorios ocupados, al otro lado del muro construido por Marruecos, que no podemos cruzar. Algunos interlocutores están en Europa, en España o en Francia. Me faltan contactos, no tengo visados ni dinero para viajar y poder encontrarlos», lamenta.
“UNA GRAN DEMANDA”
La escuela abre a sus estudiantes muchos horizontes, pero la vida en los campamentos y el estatus de refugiado ofrecen pocas oportunidades. Algunos, pocos, logran conseguir una beca para completar su formación en el extranjero, donde se han establecido alianzas, como el Instituto de Cine de Madrid o la escuela de cine de San Antonio de los Baños, en Cuba. Otros son reclutados por la televisión saharaui o se convierten en profesores, como Fatou. Muchos luchan por encontrar trabajo al salir de la escuela y se quedan sin recursos cuando se agota la escasa asignación que se les otorga a los residentes para ayudarles a cubrir las necesidades de sus familias. Pero a pesar de los callejones sin salida en los que se encuentra la juventud de los campamentos, donde la mayoría de los 170,000 refugiados dependen de la ayuda humanitaria y el desempleo supera el 80%.
Hamdi Feradji Hamadi observa «una gran demanda» por aprender oficios del cine y del audiovisual; subraya «el deseo de estos jóvenes cineastas saharauis de consignar sus sufrimientos, de encarnar el sueño de retorno y de preservar la memoria colectiva de los saharauis». Sus películas constituyen un valioso archivo sobre la vida cotidiana en los campamentos, la lucha de un pueblo alejado de sus tierras, las biografías de los refugiados, las historias transmitidas durante mucho tiempo por la única tradición oral.
“PRESERVAR LA CULTURA, UNA VICTORIA EN SÍ MISMA”
En la penumbra de un estudio, un fondo verde se deshilacha; trípodes sobresalen de un batiburrillo de material anticuado. Afuera, la parábola de una antena satelital está plantada en la arena. En una pared blanca, una mano anónima ha trazado el retrato de la actriz española Pilar Bardem, ardiente voz de solidaridad con el pueblo saharaui, fallecida en 2021. Sus hijos, los actores Carlos y Javier Bardem, pilares del festival FiSahara, perpetúan sus luchas. En 2012, el documental realizado por este último, «Niños de las nubes. La última colonia», había causado revuelo en las cancillerías. Arrojaba una luz cruda sobre las abrumadoras responsabilidades de París y Washington en el estancamiento del último conflicto de descolonización en el continente africano. Un antiguo responsable de la Minurso, la fuerza de la ONU desplegada en el Sahara occidental, denunciaba sin tapujos las “estafas” marroquíes para “amañar”, tras el alto el fuego de 1991, un referéndum de autodeterminación que finalmente nunca tuvo lugar.
En el campamento de Boujdour, Hamdi Feradji Hamadi considera el cine como un “palanca de defensa del derecho del pueblo saharaui a la independencia”. Sus palabras resuenan con las del director, fotógrafo y artista plástico Mohamed Sleiman Labat, quien reivindica esta función política, con la creación de «contenidos artísticos que narran la realidad del pueblo saharaui y sus demandas por su derecho a la libertad y a recuperar sus tierras». También resuenan con las del novelista Sid Hamdi Yahdih, que ve en la producción cultural de los refugiados saharauis «un frente de resistencia y lucha» para afirmar «la singularidad de un pueblo arraigado en su tierra», aunque sea negado hasta en su existencia por la propaganda colonial. «El pueblo saharaui resiste desde hace un siglo y medio al colonialismo español, a la ocupación marroquí y a los intereses de las grandes potencias que buscan poner fin a su proyecto de liberación nacional, pero aquí sigue existiendo y resistiendo, preservando su identidad y su cultura, y eso en sí mismo es una gran victoria», opina también María Carrión, directora ejecutiva de FiSahara.
En este frente cultural, los estudiantes de la escuela Abidin Kaïd Saleh no solo se inician en las técnicas de realización cinematográfica: también son formados en oficios como proyeccionistas, fotógrafos y trabajadores culturales. En las escuelas, las bibliotecas comunitarias y las casas de las mujeres, la proyección de sus películas abre espacios de expresión, debate y pensamiento crítico. Ventanas al exterior, también. En una sala de estudio abarrotada de ordenadores en su mayoría inoperantes, un grupo de trabajo tira de los hilos de una historia de viaje. “Queremos llevar nuestros sueños al mundo, luchar por lo que queremos, por lo que amamos”, sonríe Fatou. “El cine nos permite hacernos oír, romper el silencio y la indiferencia. Es nuestra manera de luchar por nuestro pueblo.”
Fuente : L’Humanité, 19-25/09/2024
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