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Por qué el conflicto de Ucrania ha sellado el del Sáhara

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Por Ilya U. Topper*
La guerra entre Rusia y Ucrania obliga a Europa a acercarse a Marruecos y a enterrar el contencioso del Sáhara Occidental
¿Por qué ahora? se han preguntado muchos, tras ver la carta del presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez. “España considera que la propuesta marroquí de autonomía presentada en 2007 como la base más seria, creíble y realista para la resolución de este diferendo”. Traducido: Madrid está preparándose para seguir el ejemplo de Estados Unidos y reconocer el Sáhara Occidental como parte del reino marroquí. ¿Por qué ahora? Con el conflicto del Sáhara congelado desde hace treinta años, ¿por qué no dejarlo otros treinta, a ver si desaparece solo? No es un conflicto especialmente costoso para Europa: los 10 millones de euros que Bruselas transfiere al año en ayuda humanitaria son calderilla, al igual que los 5,5 millones que añade la AECID española. A eso se añaden 60 millones de dólares anuales para los cascos azules de la Minurso, que patrulla el territorio no se sabe muy bien para qué, pero eso lo paga Naciones Unidas. Al igual que los 20 millones anuales en comida para los 130.000 refugiados saharauis en Tinduf a través del Programa Mundial de Alimentos y otros 44 millones mediante el ACNUR. Unos 140 millones de dólares al año. Nada. Lo que cuesta una batería de 24 misiles Iskander como los que Rusia lanza en Ucrania cada día.

Son precisamente esos misiles en Ucrania los que han encendido las alarmas en Europa. Porque tanto está quedando claro: la guerra con Rusia ha venido para quedarse. Incluso si Ucrania se convierte para el régimen de Putin en lo que fue Afganistán para la Unión Soviética, una sangría económica y psicológica que acaba por arruinar la nación, el proceso probablemente dure años. Salvo que una especie de golpe palaciego en Moscú intente salvar los muebles, es decir las finanzas de los oligarcas, apartando a Putin del poder antes de la bancarrota, lo que se avecina es una nueva guerra fría. Como la de antes. Y en época de guerra fría, los conflictos congelados se recalientan.
El propio conflicto del Sáhara, o mejor dicho su estatus de cuestión internacional, fue un clásico producto de la guerra fría. Por supuesto había factores locales de sobra: para Marruecos, la aspiración de incorporar por fin un territorio que durante siglos solo había considerado parte teórica del reino, además de la pesca, que ya fue manzana de discordia entre España y Portugal en Tordesillas, y unas minas de fosfato de propina. En el otro bando, el rechazo rotundo del Frente Polisario de aceptar la bandera de un régimen que en 1958 había traicionado al movimiento anticolonialista saharaui tras años de apoyo y lo había dejado a merced de las ametralladoras de la operación franco-española Teide / Écouvillon. Hay cosas que no se perdonan.

Pero ninguno de los dos bandos estaba solo. Rabat podía contar desde los años sesenta con millones de dólares, cohetes antitanque y hasta cazas de Estados Unidos, pensados para defenderse contra Argelia, en la órbita soviética, que recibía un volumen de ferretería aún mucho mayor desde Moscú. El Frente Polisario era un peón en este juego, de haber ganado, la extensa pero casi despoblada república saharaui se habría convertido en un protectorado de Argelia y su costa en el punto ideal para establecer esa base naval sin hielos que la Marina soviética buscaba como el santo grial por los mares del mundo. O eso, al menos, temía Washington. Darle a Rabat todo el apoyo que necesitaba para evitar que ocurriese era parte esencial de su política exterior.

La disolución de la Unión Soviética debería haber puesto fin a esta lógica de bloques, dando paso a una salida negociada. A la independencia, porque todos los implicados sabían que ese iba a ser el resultado del referéndum que se negoció y que Rabat nunca permitió. Hubo unos años en el que Washington podría haber optado por impulsar esta salida para crear un Estado satélite en su propia órbita, pero renunció a intentarlo. Quizás por respeto a París, que no puede cambiar de aliado en el Magreb. Argelia, por otra parte, tampoco tuvo interés en retirar su apoyo al Frente Polisario, seguía siendo una herramienta para perjudicar a su vecino y sempiterno rival, ya que mantener el control policial y militar sobre el territorio saharaui es una sangría económica, diplomática y democrática para Marruecos. Una bola que arrastra el país y que ralentiza su desarrollo.

También ralentiza el desarrollo de Argelia: según el digital Algeriepart, el Gobierno argelino desvía cada año de su presupuesto unos 1.300 millones de dólares hacia las estructuras del Frente Polisario para permitir el funcionamiento de lo que reconoce como República Árabe Saharaui Democrática (RASD). Ni usted, lector, se cree que esto se debe al espíritu noble de una cuadrilla de generales argelinos comprometidos con los ideales de la libertad de los pueblos (salvo el suyo propio). En geopolítica, pagar conflictos siempre se hace a cambio de algo.

Política de Washington
Donald Trump, experto en pegar patadas a las cosas que los demás políticos no quieren menear, fue el primero en encontrarle una nueva utilidad al conflicto saharaui: reconoció oficialmente la soberanía marroquí a cambio de que Rabat estableciera relaciones diplomáticas con Israel. A Joe Biden le pareció práctico; no retiró ese reconocimiento al igual que no volvió a llevarse la embajada estadounidense de Jerusalén a Tel Aviv, y ahí sigue en la web oficial la dirección (“En proceso de apertura”) del consulado estadounidense en Dajla. No era un capricho de Trump: es política de Washington.
Por fin, debieron de decirse en París, donde siempre han preferido el elegante silencio para enmascarar su resuelto apoyo a Rabat, salvo Jacques Chirac, que en 2001 utilizó el término “las provincias del sur de Marruecos” para el Sáhara. En enero pasado, Alemania dio un paso al frente: el presidente, Frank-Walter Steinmeier, envió una carta al rey marroquí asegurando que consideraba el plan de autonomía para el Sáhara parte de los “esfuerzos serios y creíbles de Marruecos” y “una buena base para un acuerdo”, una fórmula casi idéntica a la española, salvo el superlativo.

Pero Alemania pinta poco en el conflicto. Es España quien es no solo el guardián moral del Sáhara sino, sobre todo, el ama de llaves de la relación entre la Unión Europea y Marruecos. Muy a su pesar; recibe todas las pullas que lanza Rabat para avanzar sus intereses en el tablero internacional, ya sea una oleada de migrantes dirigida contra Ceuta —un truco que ha copiado de Erdogan, y que funciona solo porque la Unión Europea aún mantiene una absurda política de limitar la inmigración en lugar de fomentarla, como pide el mercado laboral— , ya sea un cierre de fronteras de Ceuta y Melilla. Y no es fácil responder con la misma moneda bloqueándole las vías de comercio a Marruecos: los camiones que transitan de Tánger a Algeciras van en gran parte a Francia.

El plan de Europa
Así estábamos cuando Rusia pegó un puñetazo en la mesa de Ucrania. Y alguien en Bruselas debió de mirar el mapamundi colgado en la pared. Europa tiene tres puertas, aparte el siempre abierto Atlántico. Una da al este: ahí está Moscú y detrás, toda Asia. La otra es al sureste y da paso a Oriente Medio, de Irán a Arabia. Durante siglos se llamaba la Sublime Puerta; hoy tiene un portero de modales menos sublimes, experto en chantajear a Bruselas con oleadas de migrantes. La tercera da al sur, y detrás está África entera.

No podemos estar peleados con los tres porteros a la vez, se han dicho en Bruselas. Si Putin cierra una puerta, Mohamed VI debe abrir una ventana. De momento, desde luego, África no es un mercado interesante para la Unión Europea, ni un proveedor esencial en volumen de mercancías. De momento. Si hay que prepararse para un largo invierno ruso, no vendrá mal interesarse por el continente, antes de que China se haga con el monopolio. O la propia Rusia. Porque Rusia está en ello, desde Mali a Mozambique. El mundo ha empezado otra carrera por África, 140 años después de la primera.

La primera estafeta la perdió Francia en febrero pasado, cuando Mali le pidió retirar sus fuerzas y se alineó con Moscú. Pero la meta está más al sur: Nigeria tiene las novenas reservas de gas en el mundo. No son nuevos los planes de llevarlo a Europa mediante un gasoducto que cruce Níger y Argelia, y podemos pensar que ahora mismo más de un despacho está contratando a ingenieros para evaluar costes y trayectos. Pero un gasoducto a través de un desierto con países sumidos en regímenes corruptas, golpes de Estado, mafias de tráfico de migrantes y milicias yihadistas no es lo que necesita Europa. Europa necesita una África, o al menos la mitad norte de África, estable y pacífica, en pleno desarrollo económico y consumidora de bienes europeos. Si puede ser, con derechos humanos y democracia, aunque eso quizás sea pedir mucho: Rusia y China no lo piden. Se hará lo que se pueda.

El cebo de Rabat
Para llegar a esa África, el plan de Mohamed VI que muchos han tildado de alcázar real en el aire, quizás no sea tan descabellado: un gasoducto desde Nigeria a Cádiz, pasando a lo largo de toda la costa africana, conectando doce países. El primer tramo, de 600 kilómetros, ya está construido, a través de Benín y Togo hasta Ghana. Faltan otros 5.000 kilómetros. Por supuesto costaría el doble del gasoducto transahariano —se habla de 25.000 millones de dólares frente a 13.000 millones— pero debería tener un efecto secundario importante: el aprovisionamiento energético y el desarrollo económico de todos los países por los que pasa.

Eso, al menos, es lo que se promete Rabat. Lleva una década invirtiendo en diplomacia, comercio y negocios al sur de sus fronteras. Aún es un mercado menor: el continente recibe solo un 7,7 por ciento de las exportaciones marroquíes —menos que las Américas, con un 11 por ciento— pero esto es una proporción netamente mayor que la de cualquier otro país europeo: España y Francia exportan menos del 2 por ciento de sus productos a África subsahariana. Esto es algo que cambiará con una África occidental más próspera, más desarrollada, más proclive a gastar en casa en lugar de caer en la red de estafas y apostar todo lo ahorrado a la ruleta mortal de la emigración.

La vía hacia esa África futura pasa por Marruecos. En concreto pasa por Guerguerat, un puesto perdido en la frontera entre Sáhara Occidental y Mauritania. En la práctica, entre Marruecos y Mauritania, salvando una decena de kilómetros bajo mando del Frente Polisario. Es la única arteria para el tráfico rodado que conecta Tánger con el resto del continente. Fue aquí donde arrancó en noviembre de 2020 la última ronda de tensiones bélicas: Rabat se dispuso a asfaltar el tramo fuera de su control para facilitar el paso de los camiones y el Frente Polisario montó protestas, es uno de los pocos puntos donde puede aún recordar que el conflicto no está resuelto y no se puede simplemente ir adelante con el negocio como si nada pasara.

Si Europa quiere abrir una ventana a África, y ya está tardando en hacerlo, necesita resolver este conflicto. Con Rusia colocando sus peones y sus mercenarios en África Occidental, no puede ya mantener el statu quo en la esperanza de que el problema desaparezca solo. Un conflicto en el Sahel, con una población desesperada, con toda una generación educada en la exaltación del guerrero valiente, el fusil, la bandera, el muerte o libertad, es un peón demasiado fácil de aprovechar. Cuando se enfríe la guerra en Ucrania, no sería raro que se caliente en el Sáhara.
Ni todo el oro de Moscú puede dar la victoria al Frente Polisario: estamos otra vez donde hace cuarenta años. Pero puede minar con explosivos una de las dos puertas que tiene Europa al sur. De París a Berlín y Madrid se habrán dicho que para prevenirlo, lo más eficaz es seguir la estela de Estados Unidos y reintegrar Marruecos a una alianza firme, con el Sáhara incluido.

Por supuesto también se podría prevenir de otra manera, dirán ustedes: primero otorgar la independencia al territorio saharaui y acto seguido formar una Unión Magrebí, con Marruecos, Sáhara Occidental, Mauritania, Argelia y Túnez como países miembros, copiando el modelo europeo. Sin duda sería lo más justo. Probablemente habrían dicho lo mismo en los años ochenta en Euskadi y en Irlanda del Norte: si de todas formas vamos hacia una Unión Europea y se abolirán las aduanas, ¿por qué no dejar que cada región elija su bandera y su asiento en la ONU? Pregunten en Madrid y Bilbao, en Londres y en Dublin, por qué no ocurrió.


No ocurrirá tampoco en el Sáhara, tanto podemos vaticinar. Puestos a elegir entre los dos hermanos enemigos, Europa ya ha decidido: Marruecos es la puerta a África, Argelia es solo un proveedor de gas. Y el gas no está en peligro; Argel no lo cortará, porque de eso vive. Nueve de cada diez dinares que ingresa el país vienen de los hidrocarburos.
La misma estrategia tiene lugar, desde luego, en la puerta sureste: hasta en Atenas han dicho ya que con Putin ante portas no es momento de enfadarse con Ankara. Al contrario, hay que reforzar lazos con Turquía, facilitar que se arregle por fin con Israel, al menos para poder construir el gasoducto que traerá el fluido del Mediterráneo oriental a través de Anatolia a Europa. Hay que evitar las confrontaciones y solo mantener en silencio la esperanza de que las próximas elecciones, dentro de un año, traigan a algún personaje más sublime a la Puerta. Puede ocurrir.

Esa esperanza no la hay en Marruecos: las dinastías tienen ciclos más largos y la genética de la sangre azul es aún más impredecible que la voluntad popular. Pero al menos, con la puerta abierta podrá entrar algo de aire fresco.

*Periodista de vocación desde sus inicios en un diario local de Cádiz, Ilya U. Topper ha pasado por diversas ONG andaluzas y madrileñas antes de aventurarse como ‘freelance’ por ambos extremos del Mediterráneo, desde el Marruecos de su infancia al Iraq de la posguerra. Aprendió el periodismo de profundidad en la redacción de La Clave, donde dirigía Internacional durante tres años, sólo para regresar en 2010 como corresponsal a Estambul, donde sigue trabajando. Es además cofundador y editor de la revista digital M’Sur, que se publica desde 2008, una apuesta de una veintena de periodistas españoles por un periodismo de calidad en el ámbito mediterráneo.

El Confidencial, 23/04/2022

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