Los acontecimientos de los años 1990 en la región del Cáucaso pusieron al descubierto las vergüenzas del mundo, o mejor dicho la doble moral con la que algunos Estados afrontan la cuestión del derecho que tiene todo pueblo a la libre determinación.
Para la mayor parte de los « gobiernos occidentales », amparados por una eficaz orquesta formada por la prensa liberal y las grandes agencias de relaciones públicas, El Tíbet o Kosovo son pueblos oprimidos y hay que apoyar sus anhelos de libertad, a sangre y fuego si es preciso. Sin embargo Osetia, El Transniester, Abjazia, El Kurdistán o El Sáhara, por sólo poner unos poquitos casos, no merecen la misma consideración.
Además de un pestilente fariseísmo, los citados gobiernos y los medios de comunicación que les muestran pleitesía, con ese doble rasero demuestran que sólo están sujetos a los intereses geopolíticos de las grandes potencias (que en estos momentos es lo mismo que decir a USA, por aquello del mundo unipolar que nos ha tocado vivir).
Frente a tanta condescendencia para unos, a otros que los parta un rayo. Qué curioso que, por amor de estar del lado del « eje del bien », periódicos como el El País ya han empezado a preparar el terreno para que en la conciencia de « las masas » cale la idea de que es justa la secesión de la provincia boliviana de Santa Cruz, rebelde con el proyecto transformador de Evo Morales, pero sobre todo inmensamente rica en productos naturales que, hasta la fecha, saqueaban empresas españolas.
Algo parecido se entrevé con el estado petrolero de Maracaibo, en la Venezuela de Maduro. Nada importa que estemos ante reivindicaciones artificiales, o quizá sólo sostenidas por oligarcas vencidos y que sin embargo ese mismo medio, como muchos otros, nieguen el derecho a pronunciarse sobre su futuro a un pueblo. Se trata de un caso realmente lacerante y que condensa la tesis de esta columna: el Sahara Occidental, donde a pesar de que los anhelos de libertad están sustentados por más de 43 años de lucha y por varias sentencias y resoluciones de organismos internacionales, como el Tribunal de La Haya o la ONU, la « democracia marroquí », con el apoyo del gobierno francés, español y de los EE UU, está imponiendo una ocupación militar que pretende perpetuar en el tiempo.
Durante todo este tiempo, lo que fue el Sahara Occidental se ha convertido para nosotros en un olvido creciente sólo mantenido en alto por organizaciones minoritarias de izquierdas y, no tan paradójicamente, por viejos militares con airado recuerdo de la sonrojante espantada. Desde entonces, el Sahara no ha sido más que un problema dormido que en ciertas ocasiones levantaba la cabeza para recordarnos la infamia. De entonces a ahora, treinta años de exilio para las tribus a las que se había jurado no abandonar nunca. La razón de Estado y la necesidad de las “inmejorables” relaciones con Marruecos han conseguido el resto del olvido.
Los gobiernos españoles de la democracia han jugado al gato y al ratón con el Sahara mientras sobrellevan las relaciones con la monarquía feudal de Marruecos. Tal como estaban y están las cosas, “lo más conveniente” para esos mismos gobiernos –y mucho más para el actual- era y es ponerse de perfil en el asunto del Sahara hasta pasar inadvertidos. Como si la cosa no fuera con España, nuestros gobiernos y nosotros, los ciudadanos españoles. Tras treinta años de reivindicación saharaui, la impunidad de Marruecos parece haber impuesto el abuso sobre las tierras del Sahara a través de la represión y la ley del silencio. Pero la lucha sigue, aunque de España nunca más se supo. Para el actual gobierno es un problema heredado: ninguna vela parece irle en el entierro. Cargar con el bochorno moral y político del Sahara es parte, al fín y al cabo, de nuestras infamias históricas. Objetiva y subjetivamente.
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