« La historia prohibida del Sáhara español »
Tomás Bárbulo, Editorial Destino.
Hace 26 años, ese territorio africano dejó de ser una provincia de España. Pese a su incierto destino, los saharauis continúan despertando una insólita emoción en nuestro país, con independencia de las ideologías políticas y los intereses materiales. El autor, que ha tenido acceso a medio millar de documentos clasificados, ofrece una explicación inédita de las razones de ese sentimiento de hermandad.
En diciembre de 1975, El Aaiún era una ciudad desolada. La mayoría de los saharauis habían huido de la represión marroquí internándose en el desierto; los 10.000 civiles españoles habían sido evacuados junto con sus pertenencias (1.000 automóviles y 300 toneladas de carga); los bancos habían cerrado sus oficinas; Iberia había suspendido todos los vuelos con Madrid; los edificios públicos, inventariados en 14.000 millones de la época (84 millones de euros), habían sido abandonados; las instalaciones militares (valoradas en 3.000 millones de pesetas, 18 millones de euros) habían sido entregadas al nuevo ejército ocupante. Incluso los muertos españoles habían sido desenterrados, introducidos en 1.800 ataúdes llegados en aviones y trasladados a cementerios de la Península y de Canarias. Sólo el 40% fueron reclamados por familiares. La mayoría pertenecían a legionarios y prostitutas. Dos decenas de hombres del pelotón de castigo de la Legión fueron los encargados de desenterrarlos; se despidieron de sus viejas amantes bailando con sus momias entre las lápidas del cementerio.
Jaime Perote sabía que si entregaba a Marruecos los saharauis, éstos serían fusilados de inmediato. Optó por obedecer a su conciencia: les proporcionó medicinas, comida y gasolina
Los muertos en el Sáhara fueron desenterrados, introducidos en 1.800 ataúdes y trasladados a cementerios españoles. La mayor parte eran legionarios y prostitutas
El capitán Vidal no fue el único que se jugó la carrera y la vida. Militares de toda clase y condición se expusieron a consejos de guerra y pelotones de fusilamiento para auxiliar a los guerrilleros saharauis del Polisario
El capitán Jaime Perote mandaba la última unidad militar española que quedaba en la capital del Sáhara. Eran 130 hombres, pertenecientes a la séptima compañía de la octava bandera del Tercio Juan de Austria: el núcleo duro de la Legión. Estaban acuartelados en el Regimiento de Artillería, situado en el centro de la ciudad. El gobernador general, Federico Gómez de Salazar, les había encomendado proteger a los 700 españoles que liquidaban el traspaso del territorio a los marroquíes y a los mauritanos.
La noche del 19 de diciembre de 1975, la radio del capitán Perote comenzó a crepitar: un destacamento marroquí estaba siendo atacado con fuego de mortero desde el barrio de Jatarrambla. El militar se dirigió al frente de una sección hacia esa zona, en la parte alta de la ciudad. Pronto divisaron dos vehículos que huían con las luces apagadas. Los legionarios les cortaron el paso. Bajo la amenaza de las armas, varios guerrilleros del Frente Polisario descendieron de sus Land Rover, se cuadraron y saludaron a Perote:
-¡A sus órdenes, mi capitán!
Se trataba de antiguos soldados de la Agrupación de Tropas Nómadas, que se habían incorporado al Frente tras ser licenciados por los españoles. Perote conocía a varios personalmente. Sabía que si los entregaba a los marroquíes, éstos los fusilarían de inmediato. También era consciente de que si los llevaba ante Gómez de Salazar, pondría al gobernador español en un aprieto. Optó por obedecer a su conciencia: les proporcionó medicinas, provisiones y gasolina, y los dejó ir.
A continuación acudió a la casa de Gómez de Salazar. Eran las tres de la madrugada.
-Avise al general de que está aquí el capitán Perote para darle novedades -ordenó al asistente que le abrió la puerta.
-¡Pasa, pasa, Perote! -se oyó la voz del gobernador desde el interior.
Gómez de Salazar estaba en el salón, envuelto en un albornoz, revisando unos papeles. El capitán le relató lo que acababa de suceder en Jatarrambla:
-Mi general, yo ya no sé quién es el enemigo. Hasta julio era el Polisario. Pero después del intercambio de prisioneros con ellos y del comunicado de sus líderes en París respaldando la postura española, se convirtieron en nuestros amigos. El nuevo enemigo fue entonces Marruecos, que minaba las pistas del desierto, atacaba nuestras unidades y ponía bombas en las ciudades. Pero en octubre, tras el anuncio de la Marcha Verde, se nos dijo que los guerrilleros saharauis volvían a ser nuestros enemigos y que debíamos controlarlos para que los marroquíes pudieran desarrollar su estrategia. Me siento desconcertado y manipulado.
Gómez de Salazar suspiró. Su misión había terminado prácticamente; no había razón para seguir ocultando sus impresiones.
-Perote, ¿no crees que a mí me pasa igual que a ti? ¿Crees que no pienso que España podía haber escrito una página de justicia, de integridad y de prestigio? ¿Crees que no estoy convencido de que, si hubiese sido necesario, nuestro ejército habría derramado una de las sangres más puras de su historia?
A continuación le contó con indignación lo ocurrido en la última reunión de la Junta de Defensa Nacional, a la que había sido convocado.
-El presidente del Gobierno, Arias Navarro, sostenía que España debía abandonar el Sáhara para conservar la amistad de la mayoría del mundo árabe y no indisponerse con Francia ni con Estados Unidos. Tanto él como los ministros civiles estaban muy preocupados, pues pensaban que sus colegas militares y el jefe del Alto Estado Mayor, general Fernández Vallespín, esgrimirían su honor militar y se opondrían a una salida tan triste de lo que hasta entonces era una provincia española. Pero la sorpresa llegó cuando intervino Fernández Vallespín. El general y los ministros militares rechazaron absolutamente una confrontación bélica con Marruecos. Los ministros civiles no daban crédito a que los militares se lo pusieran tan fácil. ¡Entonces me di cuenta de que yo, gobernador general del Sáhara, era el que menos sabía sobre el futuro del territorio!
De enemigos a aliados
Los dos militares africanistas siguieron conversando. Sus declaraciones reflejaban el ánimo del ejército del Sáhara en vísperas del abandono del territorio. Sólo en 12 semanas, sus enemigos se habían convertido en sus aliados, y a la inversa, en tres ocasiones. Mientras se sucedían las órdenes contradictorias de Madrid, ellos eran los encargados de matar ahora a polisarios, ahora a marroquíes, y de enterrar a sus compañeros caídos en la lucha.
El mismo capitán Perote había estado a punto de morir hacía menos de dos meses a manos de los marroquíes que ahora tenía la misión de proteger. Una mina contracarro estadounidense MA-9, enterrada por las FAR, había estallado bajo su Land Rover, le había fracturado una pierna y le había desgarrado los tímpanos. Mientras estaba de baja, uno de sus subordinados había muerto y dos oficiales y varios legionarios habían sido heridos por otras minas similares. A principios de noviembre, el capitán había estado al mando de sus hombres en primera línea para defender el territorio frente a la Marcha Verde.
Pero sería un error creer que la indignación del ejército del Sáhara frente al Gobierno de Arias Navarro era producto exclusivo de las ansias de revancha o de la nostalgia colonialista. De hecho, los primeros en comprometerse con el Polisario no fueron los africanistas veteranos, sino los oficiales de la Unión Militar Democrática (UMD), organización clandestina integrada por partidarios de un cambio de régimen.
El honor del capitán Vidal
El capitán de zapadores Bernardo Vidal no era un militar colonialista. Había sido seducido por el Sáhara entre 1960 y 1962, cuando fue enviado a Smara para estrenar sus estrellas de teniente. En el desierto creó fuertes lazos con los nativos de su unidad. En septiembre de 1974 estaba destinado en Madrid cuando una bomba colocada en los lavabos de la cafetería Rolando, en la calle del Correo, junto a la Dirección General de Seguridad, mató a 11 personas e hirió a otras 70. La policía halló su número de teléfono en la agenda de alguien supuestamente relacionado con el atentado. No resultaba extraño, pues el ya capitán era uno de los fundadores de la UMD, organización muy ligada a la clandestina oposición democrática. Dos policías de la Brigada Político-Social lo detuvieron en su casa y fue condenado a siete días de prisión. Cuando salió del calabozo, su jefe, el futuro golpista Jaime Milans del Bosch, le castigó enviándole a El Aaiún.
Para el capitán Vidal no había un destino mejor. Se estableció en el Sáhara con su mujer y sus cuatro hijos. En cuanto sus antiguos compañeros saharauis supieron de su llegada acudieron a saludarlo. Entre aquellos camaradas estaba Salama Mami, que en 1969 había participado, junto a Basiri, en la fundación del Movimiento de Vanguardia de Liberación del Sáhara como responsable de asuntos militares. Tras el sangriento final de la manifestación de Zemla del 17 de junio de 1970 y la desaparición del líder nacionalista, cumplió pena de cárcel en Canarias. Ahora vivía muy cerca de la casa de su antiguo oficial, en una barriada nativa llamada Colominas Roja. Como el resto de los discípulos de Basiri, Salama se había afiliado al Frente Polisario.
Bernardo, que tenía 41 años, y su mujer, que contaba 35, iban con frecuencia a visitarle. A veces coincidían en su casa con saharauis de Marruecos, de Argelia o de Mauritania y conversaban con ellos en francés. Obviamente, eran miembros del Polisario de paso por El Aaiún. Las charlas en torno a los humeantes vasos de té verde dieron pronto paso a la simpatía política. El español asumió un compromiso de alto riesgo: comenzó a entregar a los guerrilleros planos militares y manuales de minas que escamoteaba del cuartel.
El coronel del Regimiento de Ingenieros, al que pertenecía Vidal, era Aramburu Topete, que más tarde, durante la transición democrática, sería nombrado director general de la Guardia Civil. El 27 de octubre de 1975 llamó al capitán a su despacho para darle una orden confidencial:
-Mañana, a partir de las seis de la madrugada, debe rodear los barrios nativos con alambradas. Sólo dejará unos pocos pasos de acceso en estos puntos del mapa para que podamos controlar las entradas y salidas de los saharauis.
A las nueve de la noche, un abatido Vidal se presentó en la casa de Salama. El capitán reveló a su amigo el plan secreto del ejército: en unas pocas horas El Aaiún sería convertido en una gran trampa. Salama hizo correr la voz. Gracias al aviso, muchos miembros del Polisario lograron huir al desierto antes del amanecer.
Cuando los saharauis se despertaron, decenas de hombres dirigidos por Vidal extendían kilómetros de alambre de espino en torno a sus casas.
-Pero ¿qué hace España, capitán? -le preguntaban sorprendidos los nativos.
-No es España; es el Gobierno, que os ha traicionado. Pero el pueblo español os quiere -respondía Vidal con un nudo en la garganta.
El Aaiún se transformó en un campo de prisioneros. En torno a las alambradas fueron desplegadas patrullas de soldados fuertemente armados; vehículos blindados fueron situados en los cruces de calles, y ametralladoras pesadas fueron emplazadas en lugares elevados. Se decretó el toque de queda. Los coches particulares debían circular con la luz interior encendida. Quedaron prohibidas las reuniones de más de tres personas. Los saharauis eran tratados como sospechosos, aunque ninguno sabía por qué ni de qué.
A mediados de noviembre, Salama Mami hizo llegar un recado urgente al capitán: el Polisario precisaba sacar de la ciudad esa misma noche a uno de sus líderes. A la puesta de sol, Vidal se vistió de uniforme y salió a la calle. Algunos comerciantes y prostitutas habían instalado sus negocios en tiendas de campaña situadas a lo largo de las alambradas. Las luces de los tugurios se mezclaban con las linternas y los focos de las patrullas. Las armas brillaban entre las voces de santo y seña.
El control por el que los saharauis pretendían pasar a su hombre estaba custodiado por legionarios, que se cuadraron cuando el oficial apareció con la excusa de inspeccionar su trabajo. Mientras charlaba con ellos, un coche se aproximó a la alambrada; al volante estaba Salama. Los soldados se acercaron para inspeccionarlo.
-¡Pero si éste es amigo mío! -exclamó Vidal en tono campechano.
El capitán se aproximó al coche y saludó efusivamente al conductor. Los legionarios retrocedieron. Vidal y Salama charlaron en voz alta sobre cosas banales. Luego el capitán se apartó de la ventanilla y dejó expedito el paso al vehículo. Los centinelas no se atrevieron a registrarlo. Acurrucado en el maletero viajaba Mohamed Salek, que con el tiempo sería ministro de la RASD.
En los días previos a la Marcha Verde, Bernardo Vidal fue encargado de sembrar 60.000 minas antipersonas en la frontera norte. Poco después, en ese periodo confuso de órdenes y contraórdenes, le mandaron desactivar gran parte de ellas y abrir un pasillo para que entraran los marroquíes. Mientras realizaba su trabajo, siguió pasando información y documentos al Polisario. Continuaría haciéndolo durante años, después de que España abandonara el Sáhara.
No fue el único que se jugó la carrera y la vida para ayudar a los guerrilleros del Polisario. Militares de toda clase y condición se expusieron a consejos de guerra y pelotones de fusilamiento para auxiliarlos. Sus sentimientos se describen en el Libro de la UMD: ‘La culminación de la era de Franco, o el principio de la monarquía, según quiera tomarse, ha sido lo que se ha dado en llamar descolonización del Sáhara, lo que en pura ética militar o política podría llamarse engaño o traición. Traición al pueblo saharaui, al que tantas veces se le ha prometido la autodeterminación; engaño a todos los españoles, a los que han mentido sobre las intenciones reales de la solución del conflicto; y humillante engaño a los militares españoles, que hemos hecho de marionetas al servicio de unos intereses muy concretos y de unos pocos que, recibiendo órdenes de USA, han vendido el Sáhara a Marruecos’.
‘Quisiera poder explicar la vergüenza sufrida al desarmar a soldados leales; al rodear con alambradas, carros, armas de todo tipo, a una población civil indefensa, privándola de todo movimiento fuera de control. Con los ojos desorbitados y con el orgullo de un pueblo que quiere ser libre nos preguntaban continuamente: ¿Por qué hace esto España?’.
Visita del Príncipe
El domingo 2 de noviembre (de 1975) llegaba a El Aaiún don Juan Carlos, entonces jefe de Estado en funciones. Ante la guarnición decía: ‘Se hará cuanto sea necesario para que nuestro ejército conserve intactos su prestigio y honor’, y afirmaba que ‘España trabajará por la paz y cumplirá sus compromisos internacionales’.
‘Días después, y para detener la Marcha Verde, se llama de nuevo a los soldados nativos de la Agrupación de Tropas Nómadas y de la Policía Territorial. Acuden pocos al llamamiento, ya que gran parte de ellos se han unido a las guerrillas del Frente Polisario. Una vez que se retira la Marcha, se les licencia de nuevo, lo que crea situaciones embarazosas entre los militares’.
‘Para los que han visto volar compañeros y vehículos al pisar minas marroquíes, y han vivido una intensa campaña terrorista en El Aaiún, con fuertes explosiones y otras cargas descubiertas a tiempo , todo ello pagado y realizado por agentes marroquíes, cuesta mucho entender el cambio de política sobrevenido a raíz de los Acuerdos de Madrid firmados el 14 de noviembre’.
La indignación frente a la traición del Gobierno de Madrid prendió, pues, en las filas del ejército. Hubo incluso legionarios que prefirieron desertar y combatir junto al Polisario antes que ejecutar las órdenes de reprimir a los saharauis.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 27 de octubre de 2002
Fuente : El País, 27/10/2002
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