Carlos Carnero
Director gerente, Fundación Alternativas
Conocí a Mohamed Abdelaziz en 1985, en mi primer viaje a los campamentos de refugiados de Tinduf, cuando yo tenía 24 años y él iba camino de cumplir dos lustros a la cabeza del Frente Polisario. Creo recordar que la última vez que me recibió fue en el 2000, con motivo de la visita al mismo lugar de una delegación de eurodiputados socialistas españoles en la que participaban también Francisca Sauquillo y los añorados Carmen Cerdeira y Jacobo Echevarría. Desde entonces no volví a verle.
Digo esto porque en 1985, lo que había en el Sáhara Occidental era una guerra abierta, y en el 2000, una tensa espera a ver si continuaba la preparación del referéndum de autodeterminación que, con el acuerdo de las partes, había puesto en marcha la ONU una década antes. Las cosas habían cambiado para mejor, a pesar de todas las incertidumbres. Lamentablemente, en 2016, nada se ha movido hacia delante, sino más bien hacia atrás.
Así, la última dificultad la vive precisamente la Minurso, una parte de cuyos efectivos han tenido que abandonar el territorio a raíz de la reacción marroquí a las palabras de Ban Ki Moon hablando de los « territorios ocupados del Sáhara Occidental ». De hecho, el Consejo de Seguridad, más que llamar a las partes a reanudar las conversaciones, se ve obligado a pedir antes que nada que los integrantes de la Misión de la ONU puedan volver a sus puestos, aunque sea para no hacer nada.
Si a España le cabe una responsabilidad directa e histórica en la solución del conflicto, a la Unión Europea también.
Un pueblo entero no puede ejercer el derecho de autodeterminación reconocido por la Comunidad Internacional a los que han vivido bajo el dominio colonial. De hecho, el Sáhara Occidental va camino de convertirse en el único y el último territorio del Planeta que figure como pendiente de hacer uso de tal derecho. No es solo una injusticia histórica, sino también un obstáculo mayor para la paz y la cooperación en el Magreb y, por lo tanto, en el conjunto del Mediterráneo. Parece imposible levantar ese obstáculo y hacerlo de forma aceptada por todas las partes y, por supuesto, de acuerdo con el derecho internacional. Pero hay que seguir intentándolo, porque en otros lugares, al final, se han encontrado soluciones justas y duraderas.
Si a España le cabe una responsabilidad directa e histórica en la solución del conflicto, a la Unión Europea también.
Precisamente las relaciones de cooperación que mantiene con las partes interesadas deben servirle para influir en ellas en el sentido indicado por las resoluciones de la ONU. Mientras que la Alta Representante para la Política Exterior y de Seguridad de la UE, Federica Mogherini, no sitúe el conflicto del Sáhara Occidental entre sus prioridades, cualquiera de sus otros e innegables logros en distintos lugares quedará relativizado, porque no se puede mirar hacia otro lado cuando tantas personas esperan y desesperan. si no es a riesgo de perder la credibilidad.
Mohamed Abdelaziz no hablaba bien español, a diferencia de la mayoría de los saharauis (abuelos, padres, hijos, nietos, el tiempo ya da para biznietos) que lo han ido transmitiendo de generación en generación como un tesoro que forma parte de sus identidad. Pero se le entendía muy bien: era un hombre de paz y compromiso con su pueblo a pesar de las enormes dificultades que enfrentaba todos y cada uno de los días bajo el sol del desierto.
Su fallecimiento (descanse en paz) debe servir para recordar que ese sol quema pieles y almas. Y que las gentes que consideramos el derecho la única guía posible tenemos la obligación de proveer cobijo frente al mismo.