Santiago Alba Rico *
El domingo pasado, tras un tortuoso zigzag de dos años, la Asamblea Constituyente tunecina aprobó la nueva constitución del país con 200 votos a favor, 12 en contra y 2 abstenciones. Los diputados celebraron el acontecimiento de pie y cantando el himno nacional en un clima de emocionado consenso que borró momentáneamente las durísimas pugnas, políticas y sociales, que siguen fracturando el país. Esta emoción y este consenso cristalizaron en un puñado de imágenes. La de la diputada islamista con su bebé en una mano y el texto constitucional en la otra. La de las lágrimas y aplausos de los partidarios del gobierno y de la oposición. Y, sobre todo, la del beso espontáneo entre los dos más encarnizados enemigos:Habib Ellouz, del sector duro del islamista Ennahda, y Mongi Rahoui, del izquierdista Partido de los Patriotas Demócratas, integrante del Frente Popular, al que pertenecían los asesinadosChukri Belaid y Mohamed Brahmi. El intercambio de amenazas e insultos entre los dos llevó a principios de enero a añadir al artículo 6 -que establece la libertad de culto- una prohibición expresa “de la acusación de apostasía y la incitación a la violencia”
Hace unos días el conocido escritor marroquí Taher Ben Lelloun celebraba en un periódico francés la aprobación de “una constitución revolucionaria que representa un triunfo sobre los islamistas”. No se puede rebajar la importancia de este texto, ni del impulso que ha llevado hasta él, pero conviene de entrada dejar claras dos cosas. La primera es que no se trata de una constitución revolucionaria sino de una constitución liberal en la que -y no es en absoluto insignificante- se garantizan derechos y libertades, pero se protege poco la soberanía nacional sobre los recursos materiales. La segunda es que podrá decirse que el texto final es más liberal que la ideología dominante del partido Ennahda, que las movilizaciones de la sociedad civil y las protestas, así como las presiones de la UE y las amenazas regionales, han empujado a los islamistas y determinado el contenido constitucional, pero no puede olvidarse que la Carta Magna es también obra de Ennahda, como lo demuestra la firma del primer ministro cesante, Ali Lareydh, al pie de sus 146 artículos. Aún más: es necesario recordar que esa oposición, de izquierdas y de derechas, que hoy se atribuye los méritos de la redacción y que felizmente se une a la emoción constituyente, hasta hace muy poco pedía la disolución de la Asamblea y apostaba públicamente por “una vía egipcia a la democracia”. Si algo tiene de esperanzador todavía el proceso tunecino es precisamente el hecho de que la primera constitución democrática y civil del mundo árabe ha sido redactada bajo un gobierno de mayoría islamista. Como decía el sociólogoChukri Hmed, su aprobación, mientras Siria y Egipto se pudren en la guerra y la tiranía, sirve al menos para desmentir el dañino cliché occidental, tan funcional a los dictadores locales, que declara incompatibles mundo árabe y democracia. Desmiente también, añadiría yo, el no menos dañino, y no menos interesado y potencialmente dictatorial, que declara incompatibles democracia e islamismo.
La constitución aprobada el domingo no es revolucionaria, pero recoge, si se quiere, el aura de la revolución de 2011, y proyecta desde allí una débil luz en un mundo que se apaga. Sin esa revolución, jamás se habría escrito; y sin esta “escritura” el tsunami contrarrevolucionario que se abate de nuevo sobre el mundo árabe habría sumergido también Túnez, cerrando definitivamente un ciclo de luchas sin precedentes. Hay, pues, al menos tres motivos para alegrarse -y mucho- de este acontecimiento. El primero es de procedimiento. La Asamblea Constituyente, por supuesto, no representaba a todo el pueblo y reflejaba relaciones de fuerzas invisibles y consensos entre bastidores, pero ha sido también la plaza de un debate público en el que las propias indisciplinas subrayan la importancia política, y no sólo formal, de las deliberaciones. Como lo demostraron los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador, hay algo muy emocionante, decisivamente democrático, en un proceso constituyente popular: sólo es posible después de una revolución y hace posible, aunque luego no se materialice, un nuevo juego político realmente soberano. El procedimiento mismo, en definitiva, supone un gran salto adelante. Por otro procedimiento lo más fácil es llegar a… Egipto.
También constituye un motivo de alegría -es el segundo punto- el contenido. No es, no, una constitución revolucionaria ni socialista y mantiene algunas sombras y ambigüedades (sobre el papel de la identidad religiosa en el artículo 1, sobre los mecanismos de control soberano de las riquezas, sobre la pena de muerte), pero su aliento “liberal” rompe en el mundo árabe con una historia interminable de dictadura y desprecio de las libertades civiles y ello a partir del reconocimiento en el artículo 2, que la propia constitución declara inmodificable, del “carácter civil del Estado” y sus únicos fundamentos: “la ciudadanía, la voluntad popular y la primacía del Derecho”. Junto al derecho al agua, a la salud, al trabajo, a la huelga, la nueva Constitución tunecina garantiza la libertad de culto, de expresión, de manifestación, la paridad de género en los órganos electos, la igualdad de todos y todas frente a la ley; y prohíbe la tortura -triste rutina en la zona y en el mundo entero-, la acusación de apostasía y la instrumentalización de la religión con fines políticos. Cierra -digamos- el paso a toda clase de dictadura, laica o religiosa, y consagra la gavilla habitual de derechos y libertades propia de las democracias europeas. Se dirá que, como en Europa, ese texto será sólo papel mojado si no se garantizan procedimientos materiales para su cumplimiento. Pero si no se cumple, al menos el pueblo tunecino sabrá siempre de qué lado están el derecho y la legitimidad. Por lo demás, basta comparar el contenido de esta constitución con el de la egipcia, aprobada casi al mismo tiempo por otro procedimiento, para no sentir la tentación de infravalorar las “diferencias entre papeles” o entre procedimientos. En Egipto la sharia y la soberanía del ejército son la consecuencia natural de una revolución brutalmente interrumpida.
El tercer motivo de esperanza es simbólico. Mientras el régimen egipcio aprueba una constitución retrógrada, nombra mariscal de campo y candidato presidencial al espadón Al-Sissi en medio de una guerra civil latente, Túnez aprueba su constitución a través del consenso en el marco de un proceso constituyente más bien pacífico y relativamente legítimo. Aquí en Túnez nació la mal llamada “primavera árabe” y aquí parecía ir a morir. Túnez tiene poca importancia geoestratégica, pero mucha importancia simbólica, para los grandes y para los pequeños. Para los grandes es un laboratorio de intervención. Para los pequeños es la esperanza de un nuevo mundo árabe más libre y más justo. Su resistencia, cuando parecía destinada a rodar hacia el pasado, es el resultado de muchos factores, algunos no del todo luminosos, pero ilumina, en cualquier caso, una región otra vez atenazada por la oscuridad. Su ejemplo, una vez más, como en 2011, puede insuflar un nuevo aliento a las fuerzas democráticas del mundo árabe.
La aprobación de la constitución, junto al nombramiento del nuevo gobierno “independiente” deMehdi Jomaa, neutraliza muchos de los peligros que la crisis institucional permanente alimentaba. Pero no hay que olvidar que el juego político, por importante que pueda ser, es al mismo tiempo un teatro o una pantalla que oculta otras dos fuerzas decisivas que no aparecen representadas en la Asamblea: la de un aparato de Estado que ha cambiado poco o nada desde el derrocamiento de Ben Ali y la de una población muy castigada y en revuelta permanente contra la inflación, el paro y la miseria y que sigue reclamando los frutos de la revolución. Mientras no se limpien los sótanos del Estado (y sobre todo del Ministerio del Interior) no se habrán conjurado todos las amenazas. Mientras la izquierda no aprenda a canalizar el malestar social, no habrá verdaderas transformaciones económicas y democráticas en el país.
(*) Santiago Alba Rico. Filósofo y columnista. Su último libro publicado es ¿Podemos seguir siendo de izquierdas? (Panfleto en sí menor) (Pol-len Edicions, Barcelona, 2014).
Cuartopoder, 29/01/2014